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jueves, 29 de noviembre de 2012

PUNO: LA CIUDAD QUE NO EXISTE

Una necesaria lectura
El siguiente texto lo considero un preámbulo de este libro, en la medida que es en realidad una radiografía, una sinopsis de Puno y del puneño, que aunque no siendo yo puneño de Puno, sino puneño de Azángaro, cabe en mi ser, la trascendencia de la identidad descrita en sublimes conceptos, hace sesenta años por Federico More, y estoy seguro que lo mismo sucede a cualquiera que ha nacido y se ha criado en la amplia meseta del altipampa, o muy cerca del lago sagrado.
Desde cuando hace años leí por primera vez este texto,  consideré que es imprescindible leerlos varias veces, aun estando en la tierra donde uno ha nacido y ha vivido desde su niñez, más aun, cuando esta lejos del lar querido, en el objeto de no ser un desarraigado de su tierra, de ahí que muchas veces estuve tentado de volverlo a publicar en la Revista Aswan Qhari, sin embargo parece que esta es la ocasión.
Leer estos textos es conocer la identidad necesaria del puneño para comprenderlo, entenderlo y saber que es un ser raro, distinto, ajeno a los del resto del país, y qué decir de la tierra puneña, la tierra puneña es distinta, es atrayente, te puede comer, engullir, absolver, con la belleza de su paisaje, con la belleza de su tradición y sus costumbres, con la forma del ser puneño, o puneña, que pasado los años, te impide dejar de serlo y te prohíbe negar tu tierra de origen.
Es que Puno es otro mundo, nosotros los puneños somos seres de otro mundo, distintos, hemos forjado una propia identidad que también es distinta a las demás, si hasta los perros son distintos, porque es el único sitio donde los perros no le ladran a la luna, sino que piensan con ella, es el único sitio donde el silencio se escucha bien clarito y con mucha atención.
Estas y otras razones motivan reproducir este hermoso ensayo del periodista puneño  Federico More, publicado en el diario el Comercio en 1952, cuando él tenia 62 años y era un hombre que yahabia recorrido mundo falleciendo dos años después, en 1954.
Este es el Ensayo:
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PUNO: LA CIUDAD QUE NO EXISTE
Escrito por Federico More.

   Si de pronto, la ciudad donde seres y objetos quedaron petrificados por la furia heológica, se animasen tímidamente y los hombres tuvieran algo como gesto, el indicio de una mirada, el vestigio de una voz y las flores temblaran un segundo y sobre la superficie lítica de sus pétalos de voluptuosos y suaves contornos corriera algo como brisa llegada de muy lejos para morir… Si sucediera todo esto y lo viéramos, como en el lienzo del cine mudo o como una alucinación en un cementerio, acaso tuviéramos remota idea de lo que es Puno, la ciudad irreal, maravillosa encantadora donde la palabra y el movimiento son ensayos y donde, sin embargo, nos rodea un consonante aire musical bajo una luz que nadie sabrá jamás de donde partió. Si Euterpe, la diosa bajo cuyos ojos zarcos nacieron la flauta y la dialéctica, no fuere alegre y sonora, diríase que ella es la que preside los destinos de Puno. Si Melpóneme no fuera musa de la Tragedia y de las oscuras leyes del destino, quizá fuera la deidad nutriz de Puno. Pero si Puno no es alegre, tampoco es trágico. Es nada más que pensativo y luminoso hasta la irrealidad. Al Puneño de Puno y con Puno le interesa muy poco el mundo exterior. No lo hace ni por presumido ni por insensible. Ese puneño no ama a su ciudad sino que está dentro de ella, estrañado en tierra yerma y en sus piedras grises. No le preocupan los asuntos que apasionan en otras ciudades: el agua potable, la luz eléctrica, los automóviles, la asistencia de salud. Es que, para sus necesidades, lo tienen todo. Posee agua clara, fría, hija de azuladas vertientes s8ilenciosas; posee una luz superior a todas las luces humanas y no iluminación comparable a la de sus noches de Junio. Parece escrito para Puno aquella de:
       “El día que me quieras será el mes de junio,
       La noche que me quieras será de plenilunio”
   Es imposible tener idea de los plenilunios puneños en el mes de las heladas. Aun viéndolos, es imposible comprenderlos. Después de haberlos visto, cuando ya se convierten en sueño, en recuerdo, en nostalgia, es cuando se empieza a entenderlos un poco. Solamente los enamorados tienen ojos para verlos. Son de un frío tan frío y de una claridad tan clara que en ellos es preciso juntar las manos con las manos, quedar en silencio y cerrar los ojos. Si Puno fuera ciudad de Atica, sus destinos estarían en manos de Harpócrates, el dios de los labios sellados. Y en las manos de Artemisa, la de ojos tan azules y fúlgidos como las aguas del lago misterioso y divino. Los perros, que en todas partes ladran a la Luna, no lo hacen en Puno; ante la luna llena y en la noche helada de un azul en negrecido por la hora, los perros se sientan, solemnes y hieráticos, sobre sus cuartos traseros; aprietan los hocicos, sonsacar la lengua acezante ni exhibir os colmillos feroces y elevan los ojos agrandados, implorando, húmedos, hacia la luz imperturbable de la diosa Gélida.
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      Lo corriente es que el hombre ame a saciedad, dando por sentado que él es uno y la ciudad es otra; que la ciudad es distinta del ciudadano. En Puno ocurre otra cosa; el hombre es parte de la ciudad, es la ciudad misma, ola ciudad es una representación del hombre. El puneño siempre es un ser de otro mundo, no pertenece a la Zoología, sino a al Cosmogonía. La sobriedad y la medida alcanzan en Puno limites inconcebibles es que el puneño se siente infinitamente diminutivo ante el lago yante la pampa, ante el frío y ante la luz. El frío de Puno poco o nada tiene que ver con el termómetro: Es posible que en Polo haya más frío termométrico. Lo mismo puede pasar en muchas grandes ciudades. Y lo mismo pasa con la luz. La de Puno en nada se parece a la de las auroras boreales. No es la luz instantánea de los ocasos del trópico. No es la luz dormida de los mediodías  en los mares ecuatoriales. Es una luz en la que hay hielo, una luz hecha con témpanos, así como la nieve puneña parece un encaje tejido con luz. Nada tiene que hacer la burbuja eléctrica en esa sociedad etérea que, en las noches de junio y julio, necesitan candelas y fogatas, luces que son así como cataclismos convertidos en resplandor.

    No hace falta que haya servicios higiénicos. En uno mueren los Zoopatógenos, no son de urgencia los baños, el alcohol baja de grados, las comidas tienen que ser sencillas y parvas. Entre el hielo y la luz se esteriliza todo. Cuando no es la luz prodigiosa y feérica de los meses del hielo, es el interminable caer del agua y son las noches atrozmente lógrebas. El agua cae sin ruido sobre los techos de paja. Nada tan silencioso como la nevada que más parece un deshacerse, en el aire insonoro, de copos de nubes, de vaporosas madejas de seda blanca deshilachada. En el fondo de los grandes patios, entre velones de lumbre mortesina, trabajan brujos y curanderos.
Y los patios, muchos de ellos pavimentados con unas piedrecillas blancas que hay en las orillas del lago, aparecen en las transparentes noches heladísimas, como reproducciones del fulgor lunar y en las tenebrosas noches de lluvia, como gemas que nadie se atrevió a recoger. ¿Y para qué el automóvil?. Bajo la acción furiosa del hielo, del sol y del agua, las pistas desaparecen. Al puneño lo único que le extraña es no caminara a pie. En flores es, como en todo parco e irreal. En Asiruni, en la isla de Amantaní, en el Manto, hay arriates donde medran pensamientos de un azul que seguramente se conocen en la estratósfera; de un amarillo cruel como el que ocela la piel de los tigres. Hay pensamientos negros cuyos pétalos parecen alas protervas.
   En las paredes de las casa del campo, brota entre ladrillo y ladrillo y borrándolas junturas, un orégano que en nada se parece al tomillo literario del que tanto hemos oído hablar. En Puno los olores se disipan. El color de las flores se suaviza y amortigua con peregrina elegancia y, si bien no abundan los matices, los tonos son finos y graciosos como ciertos celajes en los cielos de las latitudes templadas. Y todo sucede en silencio. Un día se descubre que la ciudad avanza hacia el cementerio y que el cementerio avanza hacia el cementerio y que el cementerio avanza hacia la ciudad. No hay más que urbanizar la necrópolis o neurotizar la ciudad.

   ¿Quiénes son los vivos? ¿Quiénes los muertos?. Esto lo saben los extranjeros que gobiernan en Puno. Los puneños no distinguen bien estas minúsculas diferencias entre la ciudad y el cementerio. En medio de ese ecuménico silencio, todo sobresalta. Cuando los enamorados se besan, con el beso mudo y profundo del amor, parecen asustados por haber hecho ruido.
En la calle de los Puentes que es la que separa la ciudad quichua de la ciudad aymara, unas mujerucas cubiertas de innumerables rebozos, preparan el té con pito. Las marmitas, colocadas sobre los fogoncillos de quién sabe qué tiempo silban en cuanto el agua empieza a hervir. Es el té con pito que se toma con licor  de anís. Es el ruido más fuerte de Puno. Y esa gente silenciosa ama, sobre todas las cosas la mosaica y sus huainos son los más lindos del Perú.

   Junto al cerro Huajsapata, los puneños bailan en silencio y después las parejas sed pierden en la revueltas interiores del cerro engruñas y cavernas con algo carcelario y algo nupcial; y el rumor de la música sedante y con una cadencia pacificadora gracias a la cual comprenderemos lo que hay de beatitud y de tormenta en el alma puneña. Alma parecida al lago, numen augusto del páramo. En el lago, si se quiere oír el viento y ver el movimiento de las aguas, hay que internarse hasta la pampa de Ilave, ahí donde no hay sino cielo y agua. Antes, todo es silencio y quietud. Los totorales se mecen probablemente al influjo de una brisa que sólo ellos sienten y forman un ruido que debe parecerse al que producen las hamacas cuando se mecen perezosamente en los países del Sol. Nadie duda de que en el lago hay seres extraños. Algunos los han entrevisto. Como en los mares hiperbóreos, las aguas del lago esconden romances e idilios, tragedias de celos, secretos de muerte, dulzuras inexplicables y dolores sin remedio. Algo Clama y se queja y se ríe dentro de esas aguas. Pero para oírle, hay que ser puneño de Puno. No es raro ver a uno de esos puneños, de pie en las orillas del lago, escuchando algo que nadie más escucha, Se le acerca otro puneño y no hay saludo alguno. Ninguno de ellos habla. Ambos escuchan. Y parece que no hay qué oír. La totora tierna es muda, Las aguas del lago jamás confidencian con nadie. La luna boga en silencio. La lluvia cae sin ruido. En Puno ni siquiera el granizo tabletea. En las grandes tempestades, el puneño se estacia contemplando el zigzageante y corcorgráfico esguince del relámpago. No tiene tiempo que dedicar a las ruidosas vulgaridades del trueno. Y la música envuelve a las gentes. Las rodea con gracia de brazos amantes y con arrullo de voz enamorada. En aquellas calles y en aquellas plazas que siempre parecen algo recóndito, vagan seres estáticos. En éxtasis vive el hombre, en éxtasis la huicuña, en éxtasis el huanaco. Cualquier ruido suena en Puno como un balazo en una alcoba. Los ojos de las mujeres sin hermosos por su luminosa quietud, porque parece que siempre buscan un paisaje remotísimo, porque el amor y el deseo duermen en el fondo de ellos como en el fondo de las aguas el espejismo inalcanzable. Puno es tierra mística, tierra de músicos y de sacerdotes y en ella la palabra tiene muy poco que hacer.

-         Pero Puno –interrumpe un lector- es según dicen, el Departamento más rico del Perú.
-         Cierto. Bajo su suelo abundan el oro y la plata y sobre sus llanuras interminables corren millones de ovejas. Y sus ríos son ricos en pesca. Pero es que no estamos hablando del Departamento de Puno ni haciendo un estudio estadístico. Puno es, en el Departamento, el distrito más pobre de la Provincia más pobre. Y hablamos de Puno.
-         Pero dicen Uds. que Puno es pobre.
-         No es cierto. Quizá no abunde en minas y ovejas. Tiene leyenda, es hijo mimado del Titicaca. El primer puneño fue Manco Cápac, aunque jamás haya existido. Y es que en Puno las cosas y las gentes no existen. Son y permanecen.
-         No hemos entendido una palabra.
-         Nosotros tampoco; pero sabemos que es así. Puno es la capital de la leyenda y de la fábula. ¿Qué puede importarle la Arqueología y la Historia?.

   No hay puneño fuera de Puno, el que sale de la heredad milagrosa pierde sus cualidades. Es como la joya que cuando abandona el pecho o la mano de la mujer hermosa, se convierte en objeto de prendería.

Tomado de “El Comercio” Lima 1952